El imperio de los dragones by Valerio Massimo Manfredi

El imperio de los dragones by Valerio Massimo Manfredi

autor:Valerio Massimo Manfredi
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2005-01-01T05:00:00+00:00


18

La primera parada en tierras chinas se produjo en una caravanera en la que se detenían los convoyes que llevaban la seda. Era una estructura cuadrada con cuatro pequeñas torres en las esquinas y un patio con columnas en el interior. En el centro había una fuente rodeada por una taza de piedra labrada. A los lados, un molino, un horno, una forja y una serrería. Al primero y a la última los alimentaba un torrente que bajaba de los montes con una impetuosa corriente de aguas cristalinas que hacía girar los engranajes a una velocidad constante. Severo y Antonino se quedaron fascinados por aquel ingenio y se acercaron para ver cómo funcionaba.

Metelo se reunió con Daruma, que estaba tratando con el funcionario encargado de la actividad de los cuatro talleres para que permitiese a los dos fabri romanos utilizar la forja. Compró también caballos para todos.

Publio y Rufo se encargaron de volver a ensamblar las lorigas, así como de revisar las cotas de malla. Luciano volvió a montar las jabalinas sobre sus astas y cuando Severo y Antonino regresaron de su vuelta de inspección les encargó fabricar los escudos con las tablas de madera de la serrería y forjar nuevos yelmos. Metelo fue a echar una ojeada y se detuvo a hablar con Severo, que estaba ocupado con los escudos. Los reconstruía, en madera y hierro, a su manera.

Durante los días que permanecieron en aquel lugar recuperando energías, Metelo y sus hombres tuvieron la oportunidad de hacerse una idea del mundo en el que habían entrado, de las relaciones que lo regían, de las monedas que circulaban en él, de los usos y costumbres y también de la religión.

Había un pequeño santuario de madera y pintado con vivos colores: rojo encendido, blanco, amarillo ocre y verde. Un santo varón, quizá un sacerdote o un adivino, daba oráculos a los viajeros que le consultaban. Sentado sobre los talones, en la habitual postura de aquella gente, echaba al suelo huesos sobre los que había trazados unos signos incomprensibles. Eran principalmente paletillas de animales que permitían dibujar los signos mágicos en su superficie plana.

—A esto se le llama escapulomancia —les explicó Daruma—. Lectura de las paletillas. Según como caigan, muestran una cara u otra y el vidente saca sus auspicios leyendo los signos que hay grabados en ellas. Dan Qing es experto en esta disciplina. Se la enseñó su maestro, el venerable Wangzi.

—Dan Qing… —murmuró Metelo—. Parece que haya pasado un siglo desde que saltó a nuestra barca y no sé casi nada de él. ¿Qué concepto tiene del poder esta gente si no permite que un regente mantenga una simple conversación con una persona normal y corriente?

Mientras decía esto, seguía con la mirada al príncipe, que trepaba a caballo por la ladera de una colina yesosa que dominaba la caravanera.

—Tampoco yo conozco bien su historia —dijo Daruma—, pero corren extraños rumores acerca de él; su pasado podría esconder cosas bastante desagradables, secretos inconfesables. En este país el poder supremo va asociado a menudo a formas de crueldad que no puedes ni imaginar.



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